




Cuando el Hijo de Dios se hizo grande y adulto, no sólo debía saber María y José que él era el Hijo de Dios, sino todo el mundo. Debía manifestarse como la verdadera luz a todos los hombres de la tierra y por eso es que fue reconocido por su mismo Padre Dios en el Bautismo en el río Jordán. Todos fueron testigos de que el Padre único de los Cielos lo reconocía como su Hijo y nos decía que Jesús era su predilecto y que a él debíamos escuchar.
En las Bodas de Caná, cambió el agua en vino, para manifestar por María a sus discípulos, que él era el Mesías esperado de Israel y que se iniciaba la definitiva y nueva alianza. Con esos discípulos formó su nuevo Reino, convocando por la predicación a todos a formar parte de éste su nuevo Pueblo.
La luz por excelencia brilló en la Transfiguración donde estableció las columnas de su Iglesia, en Pedro, Santiago y Juan.
Finalmente, instituyendo la Eucaristía se quedó en su Iglesia como sacerdote, altar y víctima, para ser comido por todos los que formaran parte de ella y hasta el fin de los tiempos.
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