Una de las afirmaciones sobre Santo Domingo más frecuentemente citadas es que "entregaba el día a su prójimo y la noche a Dios". Es una afirmación elocuente, pero, en cierto modo, no es estrictamente verdadera, pues, incluso antes de que el día se acabara, en el gran silencio y soledad de las largas vigilias nocturnas de Domingo, el prójimo no era nunca olvidado. Según uno de los contemporáneos del Santo -el hermano Juan de Bolonia-, después de largas oraciones en las que permanecía postrado boca abajo en el suelo de la iglesia, Domingo se levantaba y rendía dos pequeños actos de homenaje: primeramente "visitaba cada uno de los altares de la iglesia… hasta la media noche", y después "iba sigilosamente a visitar a los hermanos que dormían y, si era necesario, les cubría".
El modo en que este relato ha sido escrito produce en uno la sensación de que la reverencia de Domingo hacia cada uno de los altares de la iglesia está, de algún modo, íntimamente relacionada con su reverencia y cuidado de los hermanos que dormían. Es casi como si Domingo reconociera, antes que nada, la presencia de lo sagrado en los altares y después, con no menor reverencia, esta misma presencia en sus propios hermanos. Hay una frase de Nicolás Cabasilas citada por Yves Congar. Dice así: "De entre todas las criaturas visibles, sólo la naturaleza humana puede ser realmente un altar". El mismo Congar, en su libro El misterio del templo, se permite afirmar: "Todo cristiano tiene derecho al nombre de 'santo' y al título de 'templo' ". Igualmente Jordán de Sajonia, el primer maestro después de Domingo, haciéndose eco de la misma visión paulina, exclamó en una carta escrita a una comunidad de monjas dominicas: "El templo de Dios es santo y ese templo eres tú; no cabe ninguna duda de que el Señor está en su santo templo cuando mora en ti ".
Catalina va más allá de todos los que, en la tradición dominicana, han hablado o escrito sobre el tema del prójimo en la contemplación. En la primera página de su Diálogo se nos dice que, "cuando estaba orando, elevada espiritualmente", Dios le reveló algo sobre el misterio y dignidad de cada uno de los seres humanos. "Abre los ojos de tu mente", le dijo, "y verás la dignidad y la belleza de mis criaturas racionales". Catalina le obedece inmediatamente, pero, al abrir los ojos de su mente en oración, descubre no sólo una visión de Dios y una visión de ella misma en Dios como su imagen, sino también una nueva y compasiva visión y conocimiento de su prójimo. "Inmediatamente se siente obligada", escribe Catalina, "a amar a su prójimo como a sí misma, porque ve cuán supremamente es amada por Dios, observándose a sí misma en la fuente del mar de la esencia divina".
Dentro de estas palabras de Catalina, hay una verdad simple, pero profunda: el origen de su visión del prójimo y la causa de su profundo respeto por la persona individual es su experiencia contemplativa. Lo que Catalina recibe en la oración y contemplación es lo que Domingo recibió antes que ella: no sólo el mandamiento divino de amar a su prójimo como ella misma había sido amada, sino una inolvidable intuición que va más allá de las consecuencias de la miseria humana, un vislumbre de la gracia y de la dignidad ocultas en cada persona. Esta visión del prójimo afectó tan profundamente a Catalina que, en una ocasión, comentó a Raimundo de Capua que, si él pudiera ver como ella veía esta belleza, la belleza interior y oculta de la persona individual, sería capaz de sufrir y morir por ella. "Oh Padre… si pudieras ver la belleza del alma humana, estoy convencida de que estarías dispuesto a morir cien veces, si esto fuera posible, por la salvación de una sola alma. Nada en este mundo sensible que nos rodea puede compararse en hermosura al alma humana".
La afirmación de estar dispuesta a morir cien veces por el hermano parece extrema, pero es típica de Catalina. En otro lugar Catalina escribe: "¡Aquí estoy, pobre desdichada, viviendo en mi cuerpo y, sin embargo, constantemente fuera de él en el deseo! ¡Ah, amable y buen Jesús!, estoy muriendo y no puedo morir". "Estoy muriendo y no puedo morir", Catalina repite esta última frase varias veces en sus cartas.
"Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero que muero porque no muero".
Cuando Catalina utiliza la frase "muero porque no muero", no lo hace nunca para expresar un deseo de salir de este mundo. Por supuesto que Catalina, al igual que Teresa, anhela estar con Cristo, pero su pasión por Cristo la lleva, como dominica que es, a querer servir de cualquier modo posible al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que está en el mundo aquí y ahora. Su deseo angustioso procede de su conciencia de la limitación de todos sus esfuerzos. Escribe: "Muero porque no muero; reboso, pero no puedo rebosar a causa de mi deseo de renovación de la santa Iglesia por el honor de Dios y por la salvación de todos".
El misticismo de Catalina de Siena, como el de Domingo, es un misticismo eclesial, un misticismo de servicio y no de entusiasmo psicológico. Por supuesto, tanto para Catalina como para Domingo, Dios es siempre el primer foco de atención, pero nunca olvidan al prójimo y sus necesidades. En aquella ocasión en que un grupo de ermitaños rehusó abandonar su vida solitaria en los bosques, aún cuando su presencia en Roma era muy necesitaba por la Iglesia, Catalina les escribió inmediatamente, diciéndoles con sarcasmo mordaz: "Se diría que la vida espiritual se observa actualmente con demasiada ligereza si puede perderse por cambiar de lugar. Pareciera que Dios prefiere ciertos lugares y que sólo se le encuentra en el bosque y no en cualquier otro lugar en tiempo de necesidad".
Este pronto de Catalina no significa que no apreciara la ayuda y los apoyos que ordinariamente son necesarios para la vida contemplativa: la soledad, el retiro y el silencio, por ejemplo. Catalina respetaba particularmente el silencio, pero lo que no aprobaba en modo alguno era el silencio cobarde de ciertos ministros del evangelio que, en su opinión, deberían estar gritando alto y claro en favor de la verdad y de la justicia. "Grita como si tuvieras un millón de voces", urgía ella, "es el silencio lo que está matando al mundo".
Dos siglos más tarde, en una carta enviada a España por el dominico Bartolomé de las Casas, leemos esa misma urgencia. Era el año 1545. Bartolomé ya había descubierto, con no pequeño valor, que su vocación consistía en ser la voz que aquellos que no tenían voz. Viéndose diariamente confrontado con la apabullante degradación y tortura de gente inocente a su alrededor, estaba decidido a no permanecer callado por más tiempo. "Creo", escribió, "que Dios quiere que yo llene el cielo y la tierra, y otra vez toda la tierra, con gritos, lágrimas y gemidos".
Las Casas no fundamentó la fuerza de este desafío en la mera emoción. Una y otra vez vemos al predicador dominico apelando en sus escritos a lo que él llamó la "inteligencia de la fe". Según Las Casas, el mejor modo de alcanzar la verdad evangélica era "encomendarse decididamente uno mismo a Dios y penetrar profundamente hasta encontrar los cimientos". Era en este nivel de meditación humilde, pero persistente, en el que Bartolomé encontró no sólo la verdad sobre Dios, sino a Dios mismo, el Dios de la Biblia, el Padre de Cristo Jesús, el Dios vivo que, en palabras del propio Bartolomé, tiene "memoria fresca y viva de los más pequeños y de los más olvidados".
Al consentir estar expuesto él mismo de ese modo al rostro de Cristo crucificado en el afligido, Bartolomé fue verdadero hijo de su padre Domingo, porque Domingo era un hombre poseído no sólo por una visión de Dios, sino también por una profunda convicción interna de las necesidades de las personas. Y era a los hombres y mujeres de su propio tiempo, a sus contemporáneos, cuyas necesidades había sentido en su oración casi como una herida, a los que Domingo quería comunicar lo que había aprendido en la contemplación.
En el corazón mismo de la vida de Domingo, como principio y como fin, existía un intenso y contemplativo amor de Dios. Pero al leer las primeras crónicas sobre la vida de oración de Domingo, lo que también llama inmediatamente la atención es el lugar que ocupan los otros, los afligidos y oprimidos, en el acto mismo de la contemplación. Los "alii", los otros, no son simplemente receptores pasivos de la viva predicación de Domingo. Incluso antes del momento de la predicación, cuando Domingo se convierte en una especie de canal de gracia, esas personas, los afligidos y oprimidos, ocupan "el más íntimo recinto de su compasión". Incluso forman parte del "contemplata" en "contemplata aliis tradere". Escribe Jordán de Sajonia:"Dios había concedido a Domingo una gracia especial para llorar por los pecadores y por los afligidos y oprimidos; cargó con sus miserias en el más íntimo recinto de su compasión, y la cálida simpatía que sentía por ellos en su corazón desbordaba en las lágrimas que caían de sus ojos".
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