lunes, 23 de enero de 2012

Lema OP 2012...rumbo al jubileo


CARTA DEL MAESTRO DE LA ORDEN - ENERO 2012

“¡Ve a decir a mis hermanos!” (Jn 20,15): Las dominicas y la evangelización


Es esta llamada de Cristo a María, al alba de la resurrección, la que ha sido elegida como tema de este cuarto año de la novena que nos prepara a la celebración del Jubileo de la Orden. Con el título “las dominicas y la evangelización”, este año nos invita, por tanto, a poner el anuncio de la resurrección en la fuente misma de la misión de nuestra Orden.


Lo primero que esta frase tan sencilla de Cristo despertó en mí, fue el recuerdo de la emoción que sentí, hace algunos años, en la iglesia de un pueblo de Irak. El alba había apenas despuntado y nos preparábamos para celebrar el ingreso al noviciado y la profesión de algunos hermanos jóvenes. Esperando aquel momento, se encontraban ya allí en la iglesia una gran cantidad de mujeres, y entre ellas madres, hermanas, amigas, hermanas apostólicas y laicas dominicas. Todas juntas, llenaban la iglesia con el denso silencio de su oración, mientras que alrededor nuestro, todo el país sufría el caos, la violencia y las amenazas. En el silencio, en presencia del Padre, estas mujeres oraban con una intensidad tal que, en el corazón del caos que devastaba el país y lo desgarraba con todo tipo de divisiones, ellas eran portadoras de la certeza de que nada puede acallar el mensaje de la vida. Un día, en este mundo, despuntó una aurora por el nacimiento, en el país de Judea, de un niño, Príncipe de la Paz. Su venida ha rechazado para siempre las tinieblas, a pesar de las apariencias, y la noche fue definitivamente destrozada cuando, desde lo más hondo de la muerte infligida, Él entregó su vida. Muy a menudo, en estos lugares del mundo donde la violencia pretende destruir y destruir todos los lazos sociales, las mujeres, las madres, están allí como guardianas de la vida que dan testimonio de que a pesar de las apariencias, nadie puede pretender hacerse dueño de una vida, que se recibe ante todo para ser entregada. ¡Ve a decir a mis hermanos! Diles la fuerza de la vida, la historia inaudita de la humanidad que, día tras día, nace de nuevo en el Espíritu de la vida ofrecida, hasta la Pasión, para la Resurrección. Estas mujeres de Irak manifestaban el horizonte de la misión de evangelización:


inscribir en el corazón de la historia humana

el gozo y la esperanza

en la vida entregada de Cristo

para que el mundo viva,

y aprender a ser sus testigos.


En la familia dominicana, las mujeres – monjas, hermanas apostólicas, laicas dominicas, miembros de Institutos seculares – aportan una contribución esencial a la misión de evangelización de la Orden. Más que hablar de predicación, opto por la definición de nuestra misión dada en la época de la fundación de la Orden: totalmente entregados a la evangelización de la Palabra de Dios. Somos de la familia de los “predicadores”, hombres y mujeres, ante todo porque comprometemos nuestra vida en esta aventura de la evangelización que, de algún modo, cada uno según su estado de vida y su ministerio, define “la vida” que deseamos llevar antes que describir “acciones”.


“¡Ve a decir a mis hermanos!” Por medio de este envío, Cristo encomienda a María y a las otras la tarea de invitar a la Iglesia a nacer de la predicación. Esto evoca para nosotros la primera intuición de la predicación que será fundadora de la Orden. En los primeros tiempos de esta nueva aventura de evangelización dirigida por Domingo son también, de hecho, algunas mujeres quienes vinieron para unirse a él, y luego algunos laicos, como para dar desde el comienzo la figura que debe tomar la evangelización: una especie de “pequeña Iglesia”, de comunidad reunida por la fuerza de la Palabra escuchada, reunida para escuchar juntos esta Palabra y llevarla al mundo. Como en la vida de Jesús – tal como escribe Lucas (Lc 8,14) – la comunidad se reúne al mismo tiempo que tiene la intuición de transformarse en una “comunidad para la evangelización”. Ya desde el origen, y por extraño que pueda parecer en aquella época, algunas mujeres formaban parte de la comunidad que se había reunido en torno a Jesús. Las categorías del mundo no tienen espacio cuando se trata de ser discípulos. Imaginemos esta comunidad que se constituye siguiendo a Jesús en el primer camino de la evangelización. La misma se reúne más allá de las debilidades, faltas, pecados, fragilidades que pueden ser sanados únicamente por Jesús. Y es a causa de su misericordia probada en tan diversos modos que se establece la santa predicación. Viéndolo vivir y enseñar, los discípulos probablemente tuvieron la ocasión de compartir sus experiencias de encuentro personal con Él. Y las mujeres del Evangelio tuvieron entonces la ocasión de testimoniar las palabras que Él les había dirigido: Palabra de anuncio de la resurrección, de reconocimiento de la fe y de promesa de salvación, palabra de vida y de perdón, de sanación y de confianza. Él les hablaba así, llegando al corazón mismo de su ser femenino, de su familiaridad con la vida engendrada, de su capacidad de cuidar y proteger la vida frágil, y también a su fuerza de confianza en la creatividad y la resistencia de la vida. Esas mujeres estarán con Él en los caminos de la enseñanza, así como también estarán con él en el camino que lo lleva al Calvario; ellas esperan en el jardín de la tumba, así como estarán en el camino, yendo de prisa a anunciar a los apóstoles que Él ha resucitado. La misión de evangelización tiene necesidad de este testimonio y de este anuncio para saber cómo hacer escuchar al mundo una Palabra que lleva en sí misma la vida.


Desde su fundación, cuando las primeras “dominicas” vienen para unirse a Domingo y nace la “santa predicación de Prouilhe” nuestra propia “comunión para la evangelización”, que es la familia dominicana, tienen necesidad de estar compuesta por hombres y mujeres, religiosos y laicos, porque ella necesita ser imagen de la primera comunidad que camina por los caminos con Jesús, que aprende de él cómo amar el mundo y cómo hablarle, cómo buscar al Padre y cómo recibir todo de Él. Todos juntos, en la diversidad y la complementariedad, así como en el respeto mutuo de las diferencias y la voluntad común de una igualdad entre todos, tenemos que realizar este “trabajo de la fraternidad” del que debemos ser signos en el mundo y en la Iglesia. Una fraternidad que sabe que el igual reconocimiento de cada uno se ve a menudo afectado por la mundanidad. En particular, hay mucho que hacer todavía para que, en distintos lugares, la palabra de las mujeres, tenga el mismo valor que la palabra de los hombres, para que sean rechazadas todas las injusticias y las violencias que sufren, todavía hoy, tantas mujeres en el mundo. Las dominicas, en la aventura de la “santa predicación” tienen ciertamente la tarea de recordar, contra viento y marea, que el mundo no puede sentirse “en paz” mientras estas iniquidades no se hayan resuelto. Hay que aprender a ser hermanas y hermanos, a identificar las injusticias, a combatirlas, a través del largo y bello trabajo de escucha y de mutua estima. Pero ellas tienen también que ser signos de que la evangelización no es primeramente una cuestión de ministerio sino una invitación a una cierta manera de vivir, enteramente dedicada a que la Palabra de Dios sea una buena nueva para el mundo. En el fondo, a menudo dedicamos tiempo para examinar primero lo que nos distingue en la familia dominica. Estemos atentos ante todo a lo que nos reúne y nos une: la gracia de la Palabra de Dios, su verdad y su fuerza, su vida y su misericordia. ¿Las dominicas y la predicación? Es ante todo el deber que tenemos todos de compartir con ellas lo que reciben y realizan de la gracia de “la evangelización de la Palabra de Dios” para que la comunidad se construya y se consolide en una misión común.


Porque, hablar de dominicas – monjas, hermanas, consagradas y laicas – es ante todo hablar de la parte inmensa que han tenido y tienen todavía hoy en este trabajo de la evangelización, en este engendrar la esperanza por medio de “la evangelización de la Palabra de Dios” en el mundo. Los lugares de oración y de fraternidad, de contemplación y de hospitalidad que son los monasterios de la Orden son las primeras piedras de la predicación. En estos lugares, las llamadas y las necesidades, las penas y las esperanzas del mundo entero, son recogidas en la oración y presentadas al Padre. La contemplación dominicana es así, total y profundamente, predicación. Es imposible enumerar los innumerables compromisos, amistades y obras realizados por las hermanas apostólicas de la Orden. Son siempre presencias y actos que hacen de la Palabra una buena nueva para sus contemporáneos. Con la preocupación específica de encontrar cómo traducir el deseo de que “se encienda el fuego” de la gracia del Espíritu en este mundo. Preocupación manifestada a lo largo de los siglos por sus fundadoras o fundadores, en contextos en los que el lugar y el reconocimiento de las mujeres no eran evidentes. En el caso de las hermanas laicas, en sus familias, sus grupos de amistad, los lugares de su profesión, es siempre esta gran creatividad y diversidad que se manifiestan para hacer ver y escuchar la Palabra como una buena nueva de la que puede nacer la esperanza de la resurrección.


Al hablar de las dominicas y la predicación, no es mi deseo desarrollar aquí el tema de la complementariedad, tan evidente, ni tampoco el del ministerio ordenado de la predicación. Como habrán ya comprendido, la cuestión no es ante todo lo que se hace, sino lo que se aporta al bien común de la santa predicación, y cómo todos juntos podemos organizarnos para recibir lo que es ofrecido. Las dominicas, creo – pero les corresponde a ellas expresarlo – aportan a la santa predicación una experiencia específica de la relación a Cristo, una manera particular de estudiar la Palabra, un modo preciso de organización de su fraternidad, una vulnerabilidad a lo que hace nacer y morir el mundo que les es propio, una manera de decir Dios. Ellas aportan también la gran diversidad de las interpretaciones de la intuición dominica tal como sus fundadoras se las han transmitido, y de manera especial una comprensión fulgurante, en un momento dado de la historia humana, de la actualidad de la intuición de Domingo en tal o cual contexto o medio, para una u otra tarea del servicio de la humanidad. ¡Ve a decir a mis hermanos! Esto sería quizás lo que tendrían que enseñarnos nuestras hermanas, laicas y religiosas. Esto sería también, sin duda, lo que los hermanos podrían tener ganas de aprender. Aprender juntos el mundo, y en este año muy particularmente, los hermanos gracias a las hermanas y las hermanas entre ellas, más allá de las divergencias, para dejar que se abra en el corazón de la santa predicación de hoy, una sed de la Palabra de resurrección. En una familia, los vínculos más sólidos y más bellos son a menudo los que se tejen a través del compartir gozos y penas, por la ofrenda mutua de las amistades compartidas, por el apoyo mutuo, cuando la prueba del mundo nos hace dudar de saber cómo encontrar nuestro futuro en él. En la familia, ¿no son a menudo las mujeres las que establecen los vínculos, ellas que son garantes del vínculo entre los seres, porque ellas engendran a la vida, ellas que inspiran la confianza necesaria para que el conjunto de los miembros tengan el deseo de nacer de nuevo en la fraternidad y en la filiación? Y para nosotros, en la familia de Domingo, el deseo de aprender a escuchar y a amar el mundo como hijas e hijos del Padre y como hermanas y hermanos de la humanidad, el deseo de ser, en este mundo, como “sacramentos de la fraternidad”.


“¡Ve a decir a mis hermanos!” Me parece que al hablar de las dominicas en su relación con la predicación, hay que evocar la experiencia difícil que tienen hoy en día varias congregaciones de hermanas apostólicas y varios monasterios de la Orden. Después de años de despliegue y desarrollo, he aquí que no se anuncia un relevo para el futuro. Debemos atravesar esta prueba reunidos, sosteniendo a la vez a cada uno en su especificidad y su autonomía, pero también dando testimonio de que la misión de la predicación realizada juntos es, por un lado, deudora de todo lo que ha sido sembrado y, por otro lado, es más grande que la misión específica de una institución determinada. No ignoro que puede ser difícil afrontar concretamente esta prueba, de manera realista y creativa, sin resignación y sin obstinación. Tenemos que “pasar” del lado de la verdadera esperanza de la vida, cuando algo de la muerte se deja percibir, cuando hay que cerrar casas en gran número y enterrar tantas hermanas queridas. Para realizar este paso tenemos absoluta necesidad de mantenernos solidarios y unidos a fin de preparar el futuro de la misión de la santa predicación a partir de las fuerzas actuales. Sin soñar lo que dichas fuerzas ya no son, sin determinar lo que ellas deberían ser. Sino recibiendo, simplemente, la gracia de las vocaciones dadas y ordenándolas a la misión común realizada por todos. La consagración y la vida religiosa deben abrir nuestra esperanza a las dimensiones del mundo, y para el mundo, y guardarnos de vivir paralizados ni por el recuerdo de las glorias pasadas, ni por las dificultades presentes. Se escucha a menudo decir que, en muchos lugares del mundo, la vida religiosa apostólica – y por tanto también dominicana – envejece mucho y que no podrá renovarse como fue en el pasado. Ciertamente. Pero hay una gran aventura por vivir en la vejez, que puede dar gracias de haber sido tan fecunda para la vida de la Iglesia y de tantas comunidades humanas: ¿podemos juntos, aprender a dejarnos llevar por la ligereza de la acción de gracias en lugar de desalentarnos por el peso del futuro perdido? Por encima de todo, y estamos todos convencidos de ello, la santa predicación tiene necesidad, una necesidad absoluta, de la contribución de mujeres dominicas que consagren a ella totalmente su vida: es por tanto reunidos, y a partir de lo que ya está muy vivo, que debemos preparar los posibles marcos de esta predicación. Esta necesidad, esta urgencia, de llamar a las mujeres a unirse a la misión de la Orden bajo sus diferentes formas posibles, es algo que atañe a todos los miembros de la familia dominica, tanto hombres como mujeres.


Como en el tiempo de la predicación de Jesús, como en los tiempos apostólicos, como también en el tiempo de la fundación de la Orden, en un tiempo en el que la Iglesia subraya la urgencia de la evangelización, la familia de Santo Domingo, “familia para la evangelización” tiene, hoy más que nunca, el deber de dejarse constituir por la fraternidad que “predica la Palabra”. Ve a decir a mis hermanos…


¡Un buen y feliz año para todas y todos!

Roma, 13 de enero 2012

fr. Bruno Cadoré O. P.

Maestro de la Orden



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